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2023-02-28 14:37:36 By : Mr. Mike M

La ganadora del último Craft Prize, el prestigioso galardón dotado con 50.000 euros que Loewe entrega una vez al año, se llama Dahye Jeong y es una joven surcoreana, escultora de formación, que trabaja en casa. Su obra, una vasija de gran tamaño pero tan etérea que tiembla con un soplo de aire, está hecha de finísima celosía de pelo de caballo: una técnica con 500 años de antigüedad que se utilizaba para crear los imponentes sombreros traslúcidos que llevaban los hombres de buena posición hasta el siglo XX y que, como tantos otros accesorios y utensilios, hoy ya no se usan.

“Cada vez es más difícil practicar este arte. A la gente le parece importante preservarlo, pero pocos lo quieren aprender. Un premio como este puede ayudar a popularizarlo”, afirma Jeong en el comedor del SeMoCA, el primer museo de artesanía coreana, recién abierto en Seúl. Es una calurosa noche de finales de junio y el premio se acaba de fallar ente vítores en una carpa instalada en el jardín. Afuera diluvia.

Por ahora, Jeong mantiene viva la técnica del trenzado de pelo de caballo haciendo collares y adornos para un par de tiendas. Son piezas más asequibles, en todos los sentidos, que la vasija que presentó al concurso, que tardó dos meses en terminar. Ahora, le dará parte del dinero del premio a sus padres y el resto, dice, lo dedicará a comprar materiales. Para Abraham Thomas, comisario de diseño, arquitectura moderna y artes decorativas del Metropolitan Museum neoyorquino, y última incorporación a un jurado presidido por la periodista española Anatxu Zabalbeascoa, la pieza de Jeong contiene algo fundamental.

“Se trata de una tradición centenaria utilizada de manera contemporánea. Otros artistas o diseñadores podrían usarla a partir de ahora”, afirma. Adaptarse al contexto es clave para que la artesanía no solo sea un ejercicio de memoria sino también de presente y, por qué no, futuro.

La de este año fue la quinta edición del Craft Prize, un proyecto iniciado por el actual director creativo de Loewe, el norirlandés de 38 años Jonathan Anderson. El diseñador no solo ha catapultado a la firma de lujo de raíz española a un éxito internacional sin precedentes en su historia. Aunque Loewe ya era una marca comprometida con la cultura —en 1988 Enrique Loewe Lynch creo la Fundación Loewe, organismo a través del que la firma entrega tanto su Premio de Poesía como el que nos ocupa, hoy presidida por su hija Sheila—, Anderson ha revolucionado la casa consolidando su compromiso con la artesanía y la vanguardia.

“Para mí, la moda siempre hace referencia a la artesanía, a la idea de hacer y a sus conexiones humanas y culturales. La artesanía es un acto de responsabilidad, demuestra que muchas de las cosas que la gente está olvidando son importantes y creo que, bajo su influencia, la moda puede ser más nueva y más profunda”, escribe en un correo electrónico semanas después de la cita en Seúl.

Para Zabalbeascoa, las más de 3.000 piezas que se presentaron originalmente a esta convocatoria, demuestran que “hay puentes entre épocas y países”. Una riqueza que se hacía evidente en la variedad de alardes técnicos y soñadores títulos que abundaban entre los 50 finalistas, cuyas obras fueron expuestas en el SeMoCA. En la sala principal, sobre una peana, los cuencos superpuestos que formaban Instinctive parecían reliquias descubiertas bajo un volcán: su autor, Minwook Kim, deja que los insectos provoquen grietas en la madera y luego las sella con grapas de cobre.

Más allá, The Landscape of Memory, un jarrón de sequoya de superficie bulbosa y color ceniciento, directamente parecía un asteroide caído a la Tierra. Pero no todo eran promesas de eternidad. El inglés David Clarke compra en eBay cubiertos, azucareros y demás cacharrería de plata y crea composiciones como de Alicia en el País de las Maravillas para guardar… porros. “Es que en principio eran para un concurso de marihuana”, ríe. Los recipientes sirven para meter los cogollos, la obra se llama Stash (alijo) y Clarke se esfuerza por sacudirse cualquier pretensión de elegancia: “La plata es un material pijo, así que la cepillo para que vuelva mate y puedas tocarla. Le quito la pomposidad”.

El bum económico y cultural surcoreano nos ha dado, entre otras muchas cosas, impagables grupos de K-Pop, estupendos televisores y una nueva generación de firmas cosméticas que se han convertido en uno de los activos más exportables del país asiático. Ahora, el objetivo es que su riquísima herencia artesana también forme parte de esta modernidad. Los oficios, como en Japón, están organizados en torno a maestros: figuras profundamente respetadas, consideradas tesoros nacionales y con un sueldo del Estado. El problema está en la ausencia de herederos, subraya Youngsoon Lee, una artesana que utiliza el papel de libros antiguos —”el de ahora es muy débil”— para hacer cestas, jarrones y todo tipo de objetos de reconocible superficie jaspeada.

En su estudio, al cabo de una cuestecita en un anónimo barrio residencial, Lee hace tiras de papel que va guardando en bolsas con cierre zip. Las enrolla en cordoncitos con dos dedos y los va tejiendo. “Antes no había muchos materiales con los que trabajar, así que se utilizaba esta técnica. Pero no hay jóvenes que quieran aprenderla”, se queja. Como no tiene aprendices, está escribiendo un libro con las instrucciones y que quien quiera pueda heredar esta práctica con 500 años de historia que ella aprendió hace medio siglo del último maestro, entonces un anciano de 92 años que trabajaba con el papel de las cajas de medicamentos.

Hay dos vasijas de Lee en la colección permanente del museo Victoria & Albert de Londres. Ahí la descubrió Anderson, quien se puso en contacto para encargarle un par de piezas y, el año pasado, repitió con unos bolsos para un proyecto que se presentó en el Salone del Mobile de Milán, la mayor cita mundial del diseño y la decoración. Youngsoon Lee nos muestra álbumes de papel llenos de bolsillitos, que se hacían para practicar, y cajas del mismo material que descubren compartimentos secretos a la manera del origami.

Es difícil hacerse con una muestra de su trabajo: solo vende a museos o coleccionistas privados y cada vasija le exige de tres a seis meses de trabajo. “¡A veces es tan aburrido!”, exclama ante la atenta mirada de su marido, reconocido pintor y profesor universitario, pero ahora dedicado también a acompañar y asistir a su esposa en sus viajes. Es más divertido desde que se cruzaron con Loewe: hay más gente interesada, reciben más visitas. Esa misma tarde Lee tiene una cita con Anderson y está impaciente. “¡A ver qué surge!”, exclama con una risita.

A media hora en coche (Seúl tiene más de nueve millones de habitantes), Byoungsoo Cho regenta su estudio de arquitectura y una cafetería de especialidad en un proyecto que ha unido varias casas tradicionales alrededor de un patio. El arquitecto, discípulo de Rafael Moneo, explica las raíces estéticas de la artesanía coreana. “En una palabra, nuestra cultura es espontánea”, afirma. Entre libros amontonados en su estudio, con grandes ventanales a los árboles y al cielo nublado, muestra la fotografía de un cuenco amarillento de aspecto modesto y superficie irregular, hecho en el siglo XVI con la arcilla que no servía para hacer la valiosa porcelana blanca. “Es maksabal, cerámica hecha sin cuidado”, explica. Mahk, en coreano, significa imperfección, que, con la idea de vacío, son dos nociones fundamentales en el acervo cultural de esta parte de Asia.

“La cerámica japonesa estaba mejor terminada”, indica el arquitecto. “El wabi sabi japonés estaba hecho a propósito, consistía en algo levemente imperfecto, pero precioso. Sutil. Mahk es el wabi sabi coreano. Aquí, paras antes de que algo sea perfecto y no pasa nada, la belleza está en lo natural”. La clave, explica, radica en la influencia de Confucio y el budismo. “La importancia de ser pobre. Los edificios pequeños, los muebles modestos. No hay que aspirar ni al poder ni al dinero. El vacío es la raíz de todo”, enumera. “El budismo zen nació en China, pero se practicó en Corea: la pintura se hizo abstracta. En el Renacimiento, en Europa, se establecieron la técnica y la perspectiva. En China, Japón y Corea, la pintura se basaba en la percepción”.

Hoy, la imperfección puede significar autoría, un rasgo humano en un mundo lleno de perfección mecanizada. “Es una idea interesante: la imperfección implica asumir la técnica, la historia y la tradición y, al mismo tiempo, rechazarlas para hacer algo propio”, asiente Abraham Thomas. Pero ¿existe la manera de que la artesanía no solo sea patrimonio de los muy ricos? “No tiene por qué ser tan exclusiva. La artesanía también consiste en una materialidad, en una estética. Es una actitud hacia el objeto, no solo habilidad técnica. También es expresión”. Y advierte: “El trabajo manual es importante, pero no definitorio. Entre los finalistas al Craft Prize había tres que usaban tecnología digital”.

Para Anderson, “artesano equivale a moderno. Visto con perspectiva, es un instrumento para conocer los valores de una sociedad. Ahora que impera lo virtual y es cada vez más difícil conectar emocionalmente, quiero promover lo táctil, lo humano. La artesanía puede formar parte de nuestra sanación colectiva a través de la desconexión digital”. Por no hablar del placer de, sencillamente, abandonar lo funcional. “¿Pero cuál es la definición de útil?”, pregunta el comisario del Met. “Una pieza puede tener cualidades escultóricas o pictóricas, añadir algo a tu entorno. Esa es una forma de utilidad. Los límites son difíciles de definir. Tal vez por eso este es un tema tan excitante”.

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Es director de ICON, la revista masculina de EL PAÍS, e ICON Design, el suplemento de decoración, arte y arquitectura. Está especializado en cultura, moda y estilo de vida. Forma parte de EL PAÍS desde 2013. Antes, trabajó en Vanidad y Vanity Fair, y publicó en Elle, Marie Claire y El País Semanal. Es autor de la colección ‘Mitos de la moda’.

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